domingo, 3 de junio de 2012

BEATRIZ PRECIADO BASURA Y GÉNERO. MEAR/CAGAR. MASCULINO/FEMENINO




Más acá de las fronteras nacionales, miles de fronteras de género, difusas y


tentaculares, segmentan cada metro cuadrado del espacio que nos rodea. Allí


donde la arquitectura parece simplemente ponerse al servicio de las necesidades


naturales más básicas (dormir, comer, cagar, mear..) sus puertas y ventanas,


sus muros y aberturas, regulando el acceso y la mirada, operan silenciosamente


como la más discreta y efectiva de las "tecnologías de género."(1)


Así, por ejemplo, los retretes públicos, instituciones burguesas generalizadas


en las ciudades europeas a partir del siglo XIX, pensados primero como


espacios de gestión de la basura corporal en los espacios urbanos (2) , van a


convertirse progresivamente en cabinas de vigilancia del género. No es casual


que la nueva disciplina fecal impuesta por la naciente burguesía a finales del


siglo XIX sea contemporánea del establecimiento de nuevos códigos


conyugales y domésticos que exigen la redefinición espacial de los géneros y


que serán cómplices de la normalización de la heterosexualidad y la


patologización de la homosexualidad. En el siglo XX, los retretes se vuelven


auténticas células públicas de inspección en las que se evalúa la adecuación


de cada cuerpo con los códigos vigentes de la masculinidad y la feminidad.


En la puerta de cada retrete, como único signo, una interpelación de


género: masculino o femenino, damas o caballeros, sombrero o pamela,


bigote o florecilla, como si hubiera que entrar al baño a rehacerse el género


más que ha deshacerse de la orina y de la mierda. No se nos pregunta si vamos


a cagar o a mear, si tenemos o no diarrea, nadie se interesa ni por el color ni


por la talla de la mierda. Lo único que importa es el GÉNERO.


Tomemos, por ejemplo, los baños del aeropuerto George Pompidou de Paris,


sumidero de desechos orgánicos internacionales en medio de un circuito de


flujos de globalización del capital. Entremos en los baños de señoras. Una ley no


escrita autoriza a las visitantes casuales del retrete a inspeccionar el género de


cada nuevo cuerpo que decide cruzar el umbral. Una pequeña multitud de


mujeres femeninas, que a menudo comparten uno o varios espejos y


lavamanos, actúan como inspectoras anónimas del género femenino controlando


el acceso de los nuevos visitantes a varios compartimentos privados en cada


uno de los cuales se esconde, entre decoro e inmundicia, un inodoro. Aquí, el


control público de la feminidad heterosexual se ejerce primero mediante la


mirada, y sólo en caso de duda mediante la palabra. Cualquier ambigüedad de


género (pelo excesivamente corto, falta maquillaje, una pelusilla que sombrea


en forma de bigote, paso demasiado afirmativo…) exigirá un interrogatorio del


usuario potencial que se verá obligado a justificar la coherencia de su elección


de retrete: "Eh, usted. Se ha equivocado de baño, los de caballeros están a la


derecha." Un cúmulo de signos del género del otro baño exigirá


irremediablemente el abandono del espacio mono-género so pena de sanción


verbal o física. En último término, siempre es posible alertar a la autoridad


pública (a menudo una representación masculina del gobierno estatal) para


desalojar el cuerpo tránsfugo (poco importa que se trate de un hombre o de


una mujer masculina).


Si, superando este examen del género, logramos acceder a una de las cabinas,


nos encontraremos entonces en una habitación de 1x1,50 m2 que intenta


reproducir en miniatura la privacidad de un váter doméstico. La feminidad se


produce precisamente por la sustracción de toda función fisiológica de la


mirada pública. Sin embargo, la cabina proporciona una privacidad únicamente


visual. Es así como la domesticidad extiende sus tentáculos y penetra el espacio


público. Como hace notar Judith Halberstam "el baño es una representación, o


una parodia, del orden doméstico fuera de la casa, en el mundo exterior" (3).


Cada cuerpo encerrado en una cápsula evacuatoria de paredes opacas que lo


protegen de mostrar su cuerpo en desnudez, de exponer a la vista pública la


forma y el color de sus deyecciones, comparte sin embargo el sonido de los


chorros de lluvia dorada y el olor de las mierdas que se deslizan en los


sanitarios contiguos. Libre. Ocupado. Una vez cerrada la puerta, un inodoro


blanco de entre 40 y 50 centímetros de alto, como si se tratara de un taburete de


cerámica perforado que conecta nuestro cuerpo defecante a una invisible


cloaca universal (en la que se mezclan los desechos de señoras y caballeros),


nos invita a sentarnos tanto para cagar como para mear. El váter femenino


reúne así dos funciones diferenciadas tanto por su consistencia (sólido/líquido),


como por su punto anatómico de evacuación (conducto urinario/ano), bajo una


misma postura y un mismo gesto: femenino=sentado. Al salir de la cabina


reservada a la excreción, el espejo, reverberación del ojo público, invita al


retoque de la imagen femenina bajo la mirada reguladora de otras mujeres.


Crucemos el pasillo y vayamos ahora al baño de caballeros. Clavados a la


pared, a una altura de entre 80 y 90 centímetros del suelo, uno o varios urinarios


se agrupan en un espacio, a menudo destinado igualmente a los lavabos,


accesible a la mirada pública. Dentro de este espacio, una pieza cerrada,


separada categóricamente de la mirada pública por una puerta con cerrojo, da


acceso a un inodoro semejante al que amuebla los baños de señoras. A partir


de principios del siglo XX, la única ley arquitectónica común a toda


construcción de baños de caballeros es esta separación de funciones: mear-de


pie-urinario/cagar-sentado-inodoro. Dicho de otro modo, la producción eficaz de


la masculinidad heterosexual depende de la separación imperativa de


genitalidad y analidad. Podríamos pensar que la arquitectura construye barreras


cuasi naturales respondiendo a una diferencia esencial de funciones entre


hombres y mujeres. En realidad, la arquitectura funciona como una verdadera


prótesis de género que produce y fija las diferencias entre tales funciones


biológicas. El urinario, como una protuberancia arquitectónica que crece desde


la pared y se ajusta al cuerpo, actúa como una prótesis de la masculinidad


facilitando la postura vertical para mear sin recibir salpicaduras. Mear de pie


públicamente es una de las performances constitutivas de la masculinidad


heterosexual moderna. De este modo, el discreto urinario no es tanto un


instrumento de higiene como una tecnología de género que participa a la


producción de la masculinidad en el espacio público. Por ello, los urinarios no


están enclaustrados en cabinas opacas, sino en espacios abiertos a la mirada


colectiva, puesto que mear-de-pie-entre-tíos es una actividad cultural que


genera vínculos de sociabilidad compartidos por todos aquellos, que al hacerlo


públicamente, son reconocidos como hombres.


Dos lógicas opuestas dominan los baños de señoras y caballeros. Mientras el


baño de señoras es la reproducción de un espacio doméstico en medio del


espacio público, los baños de caballeros son un pliegue del espacio público en


el que se intensifican las leyes de visibilidad y posición erecta que


tradicionalmente definían el espacio público como espacio de masculinidad.


Mientras el baño de señoras opera como un mini-panópticon en el que las


mujeres vigilan colectivamente su grado de feminidad heterosexual en el que


todo avance sexual resulta una agresión masculina, el baño de caballeros


aparece como un terreno propicio para la experimentación sexual. En nuestro


paisaje urbano, el baño de caballeros, resto cuasi-arqueológico de una época


de masculinismo mítico en el que el espacio público era privilegio de los


hombres, resulta ser, junto con los clubes automovilísticos, deportivos o de caza,


y ciertos burdeles, uno de los reductos públicos en el que los hombres pueden


librarse a juegos de complicidad sexual bajo la apariencia de rituales de


masculinidad.


Pero precisamente porque los baños son escenarios normativos de producción


de la masculinidad, pueden funcionar también como un teatro de ansiedad


heterosexual. En este contexto, la división espacial de funciones genitales y


anales protege contra una posible tentación homosexual, o más bien la condena


al ámbito de la privacidad. A diferencia del urinario, en los baños de caballeros,


el inodoro, símbolo de feminidad abjecta/sentada, preserva los momentos de


defecación de sólidos (momentos de apertura anal) de la mirada pública. Como


sugiere Lee Edelman (4), el ano masculino, orificio potencialmente abierto a la


penetración, debe abrirse solamente en espacios cerrados y protegidos de la


mirada de otros hombres, porque de otro modo podría suscitar una invitación


homosexual.


No vamos a los baños a evacuar sino a hacer nuestras necesidades de género.


No vamos a mear sino a reafirmar los códigos de la masculinidad y la feminidad


en el espacio público. Por eso, escapar al régimen de género de los baños


públicos es desafiar la segregación sexual que la moderna arquitectura urinaria


nos impone desde hace al menos dos siglos,: público/privado, visible/invisible,


decente/obsceno, hombre/mujer, pene/vagina, de-pie/sentado, ocupado/libre…


Una arquitectura que fabrica los géneros mientras, bajo pretexto de higiene


pública, dice ocuparse simplemente de la gestión de nuestras basuras


orgánicas. BASURA>GÉNERO. Infalible economía productiva que transforma la


basura en género. No nos engañemos: en la máquina capital-heterosexual no se


desperdicia nada. Al contrario, cada momento de expulsión de un desecho


orgánico sirve como ocasión para reproducir el género. Las inofensivas


máquinas que comen nuestra mierda son en realidad normativas prótesis de


género.

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