Más acá de
las fronteras nacionales, miles de fronteras de género, difusas
y
tentaculares, segmentan cada
metro cuadrado del espacio que nos rodea. Allí
donde la
arquitectura parece simplemente ponerse al servicio de las
necesidades
naturales
más básicas (dormir, comer, cagar, mear..) sus puertas y
ventanas,
sus muros
y aberturas, regulando el acceso y la mirada, operan
silenciosamente
como la
más discreta y efectiva de las "tecnologías de género."(1)
Así, por
ejemplo, los retretes públicos, instituciones burguesas
generalizadas
en las
ciudades europeas a partir del siglo XIX, pensados primero
como
espacios
de gestión de la basura corporal en los espacios urbanos (2) , van a
convertirse progresivamente en
cabinas de vigilancia del género. No es casual
que la
nueva disciplina fecal impuesta por la naciente burguesía a finales
del
siglo XIX
sea contemporánea del establecimiento de nuevos códigos
conyugales
y domésticos que exigen la redefinición espacial de los géneros
y
que serán
cómplices de la normalización de la heterosexualidad y la
patologización de la
homosexualidad. En el siglo XX, los retretes se vuelven
auténticas
células públicas de inspección en las que se evalúa la
adecuación
de cada
cuerpo con los códigos vigentes de la masculinidad y la
feminidad.
En la
puerta de cada retrete, como único signo, una interpelación
de
género:
masculino o femenino, damas o caballeros, sombrero o
pamela,
bigote o
florecilla, como si hubiera que entrar al baño a rehacerse el
género
más que ha
deshacerse de la orina y de la mierda. No se nos pregunta si
vamos
a cagar o
a mear, si tenemos o no diarrea, nadie se interesa ni por el color
ni
por la
talla de la mierda. Lo único que importa es el GÉNERO.
Tomemos,
por ejemplo, los baños del aeropuerto George Pompidou de
Paris,
sumidero
de desechos orgánicos internacionales en medio de un circuito
de
flujos de
globalización del capital. Entremos en los baños de señoras. Una ley
no
escrita
autoriza a las visitantes casuales del retrete a inspeccionar el género
de
cada nuevo
cuerpo que decide cruzar el umbral. Una pequeña multitud
de
mujeres
femeninas, que a menudo comparten uno o varios espejos y
lavamanos,
actúan como inspectoras anónimas del género femenino
controlando
el acceso
de los nuevos visitantes a varios compartimentos privados en
cada
uno de los
cuales se esconde, entre decoro e inmundicia, un inodoro. Aquí,
el
control
público de la feminidad heterosexual se ejerce primero mediante
la
mirada, y
sólo en caso de duda mediante la palabra. Cualquier ambigüedad de
género
(pelo excesivamente corto, falta maquillaje, una pelusilla que
sombrea
en forma
de bigote, paso demasiado afirmativo…) exigirá un interrogatorio
del
usuario
potencial que se verá obligado a justificar la coherencia de su
elección
de
retrete: "Eh, usted. Se ha equivocado de baño, los de caballeros están a
la
derecha."
Un cúmulo de signos del género del otro baño exigirá
irremediablemente el abandono
del espacio mono-género so pena de sanción
verbal o
física. En último término, siempre es posible alertar a la
autoridad
pública (a
menudo una representación masculina del gobierno estatal)
para
desalojar
el cuerpo tránsfugo (poco importa que se trate de un hombre o
de
una mujer
masculina).
Si,
superando este examen del género, logramos acceder a una de las
cabinas,
nos
encontraremos entonces en una habitación de 1x1,50 m2 que
intenta
reproducir
en miniatura la privacidad de un váter doméstico. La feminidad
se
produce
precisamente por la sustracción de toda función fisiológica de
la
mirada
pública. Sin embargo, la cabina proporciona una privacidad
únicamente
visual. Es
así como la domesticidad extiende sus tentáculos y penetra el
espacio
público.
Como hace notar Judith Halberstam "el baño es una representación,
o
una
parodia, del orden doméstico fuera de la casa, en el mundo exterior"
(3).
Cada
cuerpo encerrado en una cápsula evacuatoria de paredes opacas que
lo
protegen
de mostrar su cuerpo en desnudez, de exponer a la vista pública
la
forma y el
color de sus deyecciones, comparte sin embargo el sonido de
los
chorros de
lluvia dorada y el olor de las mierdas que se deslizan en
los
sanitarios
contiguos. Libre. Ocupado. Una vez cerrada la puerta, un
inodoro
blanco de
entre 40 y 50 centímetros de alto, como si se tratara de un taburete
de
cerámica
perforado que conecta nuestro cuerpo defecante a una
invisible
cloaca
universal (en la que se mezclan los desechos de señoras y
caballeros),
nos invita
a sentarnos tanto para cagar como para mear. El váter
femenino
reúne así
dos funciones diferenciadas tanto por su consistencia
(sólido/líquido),
como por
su punto anatómico de evacuación (conducto urinario/ano), bajo
una
misma
postura y un mismo gesto: femenino=sentado. Al salir de la
cabina
reservada
a la excreción, el espejo, reverberación del ojo público, invita
al
retoque de
la imagen femenina bajo la mirada reguladora de otras
mujeres.
Crucemos
el pasillo y vayamos ahora al baño de caballeros. Clavados a
la
pared, a
una altura de entre 80 y 90 centímetros del suelo, uno o varios
urinarios
se agrupan
en un espacio, a menudo destinado igualmente a los
lavabos,
accesible
a la mirada pública. Dentro de este espacio, una pieza
cerrada,
separada
categóricamente de la mirada pública por una puerta con cerrojo,
da
acceso a
un inodoro semejante al que amuebla los baños de señoras. A
partir
de
principios del siglo XX, la única ley arquitectónica común a
toda
construcción de baños de
caballeros es esta separación de funciones: mear-de
pie-urinario/cagar-sentado-inodoro. Dicho de otro modo, la
producción eficaz de
la
masculinidad heterosexual depende de la separación imperativa
de
genitalidad y analidad.
Podríamos pensar que la arquitectura construye barreras
cuasi
naturales respondiendo a una diferencia esencial de funciones
entre
hombres y
mujeres. En realidad, la arquitectura funciona como una
verdadera
prótesis
de género que produce y fija las diferencias entre tales
funciones
biológicas. El urinario, como
una protuberancia arquitectónica que crece desde
la pared y
se ajusta al cuerpo, actúa como una prótesis de la
masculinidad
facilitando la postura vertical
para mear sin recibir salpicaduras. Mear de pie
públicamente es una de las
performances constitutivas de la masculinidad
heterosexual moderna. De este
modo, el discreto urinario no es tanto un
instrumento de higiene como una
tecnología de género que participa a la
producción
de la masculinidad en el espacio público. Por ello, los urinarios
no
están
enclaustrados en cabinas opacas, sino en espacios abiertos a la
mirada
colectiva, puesto que
mear-de-pie-entre-tíos es una actividad cultural
que
genera vínculos de
sociabilidad compartidos por todos aquellos, que al
hacerlo
públicamente, son
reconocidos como hombres.
Dos lógicas opuestas
dominan los baños de señoras y caballeros. Mientras el
baño de señoras es la
reproducción de un espacio doméstico en medio del
espacio público, los
baños de caballeros son un pliegue del espacio público en
el que se intensifican
las leyes de visibilidad y posición erecta que
tradicionalmente
definían el espacio público como espacio de masculinidad.
Mientras el baño de
señoras opera como un mini-panópticon en el que las
mujeres vigilan
colectivamente su grado de feminidad heterosexual en el
que
todo avance sexual
resulta una agresión masculina, el baño de caballeros
aparece como un terreno
propicio para la experimentación sexual. En nuestro
paisaje urbano, el baño
de caballeros, resto cuasi-arqueológico de una época
de masculinismo mítico
en el que el espacio público era privilegio de los
hombres, resulta ser,
junto con los clubes automovilísticos, deportivos o de
caza,
y ciertos burdeles, uno
de los reductos públicos en el que los hombres pueden
librarse a juegos de
complicidad sexual bajo la apariencia de rituales de
masculinidad.
Pero precisamente porque
los baños son escenarios normativos de producción
de la masculinidad,
pueden funcionar también como un teatro de ansiedad
heterosexual. En este
contexto, la división espacial de funciones genitales y
anales protege contra
una posible tentación homosexual, o más bien la condena
al ámbito de la
privacidad. A diferencia del urinario, en los baños de
caballeros,
el inodoro, símbolo de
feminidad abjecta/sentada, preserva los momentos de
defecación de sólidos
(momentos de apertura anal) de la mirada pública. Como
sugiere Lee Edelman
(4), el ano masculino, orificio potencialmente
abierto a la
penetración, debe
abrirse solamente en espacios cerrados y protegidos de la
mirada de otros hombres,
porque de otro modo podría suscitar una invitación
homosexual.
No vamos a los baños a
evacuar sino a hacer nuestras necesidades de género.
No vamos a mear sino a
reafirmar los códigos de la masculinidad y la feminidad
en el espacio público.
Por eso, escapar al régimen de género de los baños
públicos es desafiar la
segregación sexual que la moderna arquitectura urinaria
nos impone desde hace al
menos dos siglos,: público/privado,
visible/invisible,
decente/obsceno,
hombre/mujer, pene/vagina, de-pie/sentado,
ocupado/libre…
Una arquitectura que
fabrica los géneros mientras, bajo pretexto de higiene
pública, dice ocuparse
simplemente de la gestión de nuestras basuras
orgánicas.
BASURA>GÉNERO. Infalible economía productiva que transforma
la
basura en género. No nos
engañemos: en la máquina capital-heterosexual no se
desperdicia nada. Al
contrario, cada momento de expulsión de un desecho
orgánico sirve como
ocasión para reproducir el género. Las inofensivas
máquinas que comen
nuestra mierda son en realidad normativas prótesis de
género.
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